Fueron algunos diplomáticos filosocialistas en los años ochenta (entre los que figuraban Jorge Dezcallar y Miguel Ángel Moratinos) quienes urdieron la estratagema del «colchón de intereses» para desactivar en el presente, y sobre todo en el futuro, cualquier conflictividad entre Marruecos y España. «Había que estrechar tanto las relaciones entre los dos vecinos», explica Ignacio Cembrero, «había que fortalecer tanto la presencia cultural y, sobre todo, económica y empresarial española en Marruecos, que las autoridades de Rabat se lo pensarían mucho antes de tensar la cuerda con España». Hace veinte años parecía -y probablemente era- la opción estratégica más inteligente, cuyo principal basamento fue el Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación firmado en Rabat, en julio de 1991, durante la visita del Rey Juan Carlos I y Felipe González al Reino de Marruecos.
Durante cerca de veinte años los gobiernos españoles -sin excluir a los presididos por José María Aznar- mantuvieron una actitud muy activa en la extensión del referido colchón de intereses: generosidad crediticia -la deuda bilateral asciende a más de 1.900 millones de euros-, activa presencia cultural con apoyo institucional -sedes del Instituto Cervantes en Casa Blanca, Fez, Rabat Tetuán y Tánger, once centros docentes con cerca de 4.500 alumnos, becas y subvenciones a asociaciones culturales-, transformación parcial de la deuda marroquí en inversiones privadas españolas -actualmente operan unas 400 empresas españolas en territorio marroquí, aunque la cifra no deje de descender- y respaldo explícito o implícito a los acuerdos comerciales de Marruecos con la Unión Europea y, en último término, a su protocolizada admisión como socio privilegiado de la UE. Ha sido un esfuerzo muy intenso que, entre otras cosas, ha logrado que las exportaciones crezcan muy notablemente y que España se transforme en el segundo proveedor de Marruecos. Pero hechos como la ocupación del islote Perejil en 2002 por tropas españolas y la deportación ilegal de Aminetu Haidar a España -los más llamativos, pero no los únicos- demuestran que se trata de un esfuerzo claramente insuficiente y de una estrategia política y diplomática de una rentabilidad limitada. Lo peor es que no existe alternativa imaginable y que tres asuntos (la pesca, la inmigración irregular y la situación del Sáhara Occidental) han seguido envenenando las relaciones entre los gobiernos de Rabat y Madrid.
Quizás no se entienda bien en Canarias (y en el resto de España) la relevancia que tiene para el Reino de Marruecos la cuestión sahariana. No se entienda la naturaleza política de la misma. Para las autoridades marroquíes, cuestionar meramente la pertenencia del Sáhara Occidental a Marruecos -no se diga apoyar las reivindicaciones del Frente Polisario- supone un ataque frontal a la integridad territorial del Estado, es decir, a la propia monarquía. En Marruecos no puede haber fuerzas políticas de centro, derecha o izquierda que discutan la condición marroquí del Sáhara, pero si pudiera haberlas, si no fuera un anatema político, tampoco aflorarían. En amplios sectores políticos y periodísticos marroquíes se ha considerado incluso que las renuencias españolas a reconocer, sin mayores remilgos, la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, aferrándose a los papeles mojados del Plan Baker, son una mera estratagema para «mantenernos llenos de arena» y distraer las demandas de Rabat sobre Ceuta y Melilla, «enclaves ocupados del Norte». Unas demandas que han decaído porque las autoridades del país vecino consideran que a partir del próximo año 2010, cuando se aplique plenamente el tratado de asociación de Marruecos con la Unión Europea, «el desmantelamiento arancelario marroquí privará a Ceuta y Melilla del negocio del contrabando», que supone el 85% de su actividad económica, y las ciudades autónomas «dejarán de ser viables y a medio plazo no merecerá la pena a España mantenerlas a flote».
Los reyes marroquíes desde la independencia en 1956 -Mohamed V, Hassán II, Mohamed VI- han demostrado paciencia, astucia y un instinto de poder ejemplarmente brutal, colocándose siempre bajo la protección política francesa y gestionando con habilidad su renta geopolítica, más valiosa que nunca desde que el terrorismo islamista se ha alzado como una amenaza para las potencias occidentales. El caso del Sáhara Occidental lo demuestra y acredita a la monarquía marroquí como una maestra en el arte de la dilación, alimentado por cinismo, malabarismo y zarpazos de crueldad y represión. En 1991 se suscribió un alto el fuego entre Marruecos y el Frente Polisario bajo los auspicios de la ONU, que contemplaba la creación de la Misión de las Naciones Unidas para el referéndum en el Sáhara Occidental (la Minurso) como entidad organizadora de la consulta, fijada para febrero de 1992. Marruecos, pretextando mil y una argucias, jamás lo celebró. También ha incumplido los Acuerdos de Houston de 1997 y, avalado por los gobiernos franceses, ha bloqueado los dos planes de James Baker. Mientras tanto, el Gobierno de Hassán II instalaba decenas de miles de colonos marroquíes en territorio sahariano, dividido administrativamente en tres provincias, y trenzaba acuerdos y relaciones con antiguos jefes de tribu saharauis, que habían rechazado marchar a los campamentos de Tinduf. Como consecuencia, son muchos miles de marroquíes que viven y trabajan en el Sáhara Occidental desde hace cinco, diez, quince, veinte años. Muchos tienen ya hijos, y algunos nietos. Y se consideran furibundamente marroquíes. Saharauis y marroquíes y leales súbditos de Mohamed VI, rey de Marruecos y comendador de los creyentes.
Marruecos -el régimen monárquico marroquí- cree, con buenas razones, que está a punto de ganar la partida y que las condiciones políticas, geoestratégicas y económicas son inmejorables para una continuidad indefinida del trono y su sistema institucional: un absolutismo de legitimación paternalista y religiosa con una blanda fachada democrática, que anuncia un proceso de reformas que avanza milimétricamente… hacia la reproducción infinita de las mismas estructuras de poder. El Tratado de Asociación con la UE es su principal baza. Por eso, en un Estado con un ejercicio del poder altamente personalizado -en el que el primer ministro es poco más que un camarlengo real- cuanto más próximo está el éxito más irritantes se vuelven las dificultades. El rebrote de las protestas saharauis en este otoño, no especialmente multitudinarias, pero las más importantes desde hace cuatro años, y el creciente prestigio internacional de Aminetu Haidar, que representa una facción del Frente Polisario más activa, inteligente y alejada de la corrupción que han protagonizado muchos dirigentes y cuadros del FP, han estimulado un violento y planificado proceso de represalias. Las autoridades de Rabat deportaron a Haidar con perfecta conocimiento del terrorífico problema político que le supondría al Gobierno español. Les da exactamente igual, aunque este comportamiento ponga en solfa no solo el nulo respeto a los derechos humanos de Mohamed VI y su corte, sino el contenido de esa «autonomía administrava» que Marruecos garantiza para el Sáhara Occidental, y cuyo contenido concreto jamás ha especificado. El miserable trato recibido por Haidar -que sufrió prisión y torturas en Marruecos- simboliza, igualmente, los límites de las supuestas reformas democráticas en Marruecos. Un solo dato para ilustrarlas. La familia real marroquí, a través de dos holdings empresariales, Siges y Ergis, controla el 60% de la bolsa de valores de Casablanca. Y es el rey el que designa directamente al gobernador del Banco Central y al director del Consejo de Valores Mobiliarios. Es decir, el rey es quien nombra a aquellos cargos responsables de fiscalizar sus empresas, negocios y transacciones mercantiles.
Aminetu Haidar debe regresar a su hogar. No puede morir en Lanzarote. El suyo no es un derecho política o diplomáticamente cuestionable, matizable, discutible. Es un derecho universal e incondicional: el derecho de vivir y luchar por la vida en su propia tierra. Por eso su derrota sería la derrota de todos y su muerte a todos nos concerniría.