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Nunca me he atrevido a escribir blanco sobre negro, lo mal que me caen los funcionarios. Antes estaba prohibido hablar mal de los funcionarios, pilares fundamentales de la sociedad, la familia, el municipio y el sindicato, y si lo hacías podía caer el cielo sobre tu cabeza. Quizá nunca dije lo que pienso porque les cogí su respetito: ocurrió hace catorce o quince años, cuando critiqué en un suelto la huelga de Secundaria. Me llegaron decenas de cartas al director, algún insulto anónimo al buzón de casa y hasta una señora crispada me llamó por teléfono y me contó tooooda su vida, incluyendo la confesión de que el comportamiento de sus alumnos le daba mucho miedo. “Como a mí el de mi hipoteca”, pensé decirle, pero me callé. Mis padres no me educaron para ser descortés con las señoras.


En fin, que podría decirse que los funcionarios me odian, y sería probablemente verdad: desde aquello que escribí sobre la huelga de los maestros, evito a los de mis hijos: no han dejado de escupir a mi paso cada vez que se cruzan conmigo. Y no son los únicos empleados públicos que me odian: me he sentido maltratado por funcionarios/as en hospitales y en juzgados, en el registro de Usos Múltiples 2 y en la puerta del Parlamento, en la antesala del despacho de un director general y en la cola de la Consejería de Hacienda, viendo cómo un jefe de sección atildado le contaba sin reparo y con lujo de detalles su emocionante fin de semana en Palmitos Park a la auxiliar administrativa que tenía que atenderme.

Pues eso.

Dicho lo cual, quiero hacer constar que ando pasmado y traspuesto por la ofensiva que ha iniciado el Gobierno regional contra sus probos empleados. Nunca antes se atrevió está Administración a ir tan lejos al señalar como culpable de todo a un grupo social. Pero es que ahora –precisamente ahora, con la crisis- tener un sueldo fijo y un puesto garantizado es privilegio que envidian miles y decenas de miles y centenares de miles de parados. Era la oportunidad. Y la han aprovechado: el Gobierno en pleno se ha descolgado revelando al común las sinecuras y desvergüenzas consentidas durante años por los mismos que ahora claman al cielo, qué curioso.

¿Son ciertos todos esos datos? Algunos sí, otros puede, otros son pura interpretación, leyenda urbana o demagogia de ultraliberal de la Escuela de Chicago que vive del presupuesto (son muchos).

Es verdad que hay más absentismo en la función pública que en el sector privado. Eso ocurre aquí y en Cataluña. Y también es cierto que ha más absentismo en la función pública de Canarias que en la de Cataluña. Pero también lo es que ocurre lo mismo en la construcción, el transporte o las oficinas. Es verdad que hay funcionarios que se escaquean. Ese es el deporte regional y nacional. Pero es mentira que unos fichen por otros, porque los sistemas ya no lo permiten. O que la función pública canaria sea la más ineficaz de España. No lo es –para nada- por unidad de trabajo. Lo que ocurre es que la política ha desdoblado cargos, instancias, oficinas y anexos: todo desdoblado e hinchado, menos los almidonados pliegues del dorsal número 1.

Estamos, pues, ante un catálogo inútil de acusaciones que no va a lograr mejorar la calidad del servicio público que se presta a los ciudadanos, ni ahorrar un duro a los contribuyentes. Una cascada de declaraciones cuyo objetivo es despistarnos y tapar las vergüenzas del desastre en que vivimos.

Ya dije que me caen mal los funcionarios: envidio la seguridad displicente que da saber que va uno a jubilarse en la misma silla, viendo pasar uno tras otro, a un montón de jefes eventuales e imbéciles, que nunca van a poder meterte en cintura. Y envidio la forma en que te miran sin verte, porque eres el único cliente que no tiene el derecho del cliente a tener siempre razón. Y envidio esa sonrisa híbrida entre ininteresada y torva, con la que te dicen “lo siento, no está bastanteado”. Y sobre todo envidio el hueco que dejan cuando salen a desayunar, cuando están de asuntos propios o cuando andan de baja.

Es verdad que me caen mal los funcionarios. Pero de siempre me han caído mucho peor los demagogos y los embusteros.