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Tenía solo 65 años, Alfonso, pero parecía mayor. Tenía el aspecto de un hombre derrotado por la suerte, y quizá fuera cierto: nació para la literatura en un tiempo en el que la literatura no da para comer, y acabó por aceptar la presión paterna y estudiar Ciencia Exactas en la Complutense de Madrid. Pero se fugó de allí sin acabar, para dedicarse al periodismo, un sucedáneo de la literatura que tampoco daba para comer, pero al menos suponía un trabajo fijo.

Pasó toda su vida escribiendo para Diario de Las Palmas, y llegó a ser subdirector en La Provincia y director en Radio canarias, aunque a él eso de mandar nunca le gustó demasiado.

Se jubiló a la fuerza, como trantos periodistas, llevándose con él ‘El laberinto de las hadas’, desde el que –sobre todo en sus últimos tiempos como periodista- defendió con pasión cierta la idea de una nación canaria. Fue un nacionalista sobrevenido, un nacionalista sin partido, que detestaba por igual la mediocridad de los independentistas locales y la avaricia de los nuevos nacionalistas.

Se fue sin publicar todos los libros que quería, sin escribir todos los artículos que pensó, y sin vivir los años que merecía. Quede en nuestro recuerdo.