28 de febrero 1989: «Ayer Caracas fue Beirut». Lo dice ‘El Nacional’. Pero nadie tiene tiempo o ganas de leer esta mañana. Los que saben leer, no han tenido tiempo para dedicarlo a los titulares de prensa, mientras se aprestaban a desayunar el matrimonio criollo de caraotas negras y arroz. Los que saben leer han optado por encerrarse en sus casas los más prudentes, y por proteger bienes, negocios y haciendas los más osados.
Y a los que no saben leer les da igual lo que diga ‘El Nacional’, porque no saben donde está Beirut, ni saben siquiera lo que es Beirut o qué representa. Si saben que la ciudad está ardiendo, que las puertas de la abundancia se han abierto de par en par, y que hay que acercarse a los territorios vedados desde siempre para coger lo que se quiera o lo que se pueda, lo que los amos han dejado y el Gobierno no acierta a proteger durante las primeras horas de caos y pillaje.
Ayer: desde las primeras horas, los doscientos manifestantes de la Avenida Lecuona fueron bajando hasta Bolívar, y muchos cientos se fueron juntando a los primeros. Cuando alcanzaron la salida del túnel, frente a Maragall, colocaron barricadas y quemaron algún caucho y algo de basura. Nada inusual en las protestas de Caracas. Tan normal que la PM no intervino. Tenían instrucciones de no hacerlo, e incluso algunos agentes se mostraban comprensivos y familiarizaban con los alborotadores. Los grupos se fueron extendiendo a Parque Central -la urbanización estandarte de Caracas- y el tráfico quedó parcialmente paralizado. Pero aún no sonaban los disparos. No habían agresiones ni asaltos. A lo más, algún cristal roto, un escaparate partido por una pedrada incontrolada, un solitario automóvil en llamas. La guerra no había comenzado aún.
Fue después, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando los primeros botellazos alcanzaron a los manifestantes desde las altas ventanas siempre cerradas de los edificios del Central, y los grupos asaltaron los bajos comerciales. Eran aún pocos, quizás mil o mil quinientos armando bulla, cerrando las avenidas, parando el tráfico, abriendo barricadas, y rompiéndolo todo a su paso, como una forma ciega y brutal de llamar la atención.
Y la policía seguía sin hacer nada. Hasta que ocurrió. Llegó una orden del Ministerio del Interior, con instrucciones de reprimir a la fuerza: sonaron los primeros disparos y de pronto resultó que los miles eran ya decenas de miles y centenares de miles… a las cinco de la tarde, media ciudad estaba tomada y los cerros permanecían vacíos, por primera vez desde siempre. Apenas alguna anciana, algún borracho, algún inválido en las colinas del oprobio, ahora desiertas.